martes, 8 de enero de 2013

Trabajo final


Supongo que todos de niños hemos cometido algún error. Para mí lo que hice, o más bien, lo que no hice, ha supuesto una carga de conciencia durante estos últimos trece años, y, lo que es más importante, la pérdida de uno de los tesoros más preciados: la amistad. Me transformé en lo que hoy soy a los doce años. Era un caluroso día de verano de 1988. Tengo en la memoria el momento exacto: estaba escondido detrás de una pared de ladrillos medio desmoronada, mirando furtivamente el callejón. Han pasado trece años de eso, pero con el tiempo he comprobado que lo que dicen del pasado, que es posible olvidarlo, no es cierto. Ahora que lo recuerdo, descubro que llevo los últimos años, desde ese día de verano de 1988, observando a hurtadillas ese callejón desierto.
* * *
De críos, Nadîm y yo solíamos trepar a los chopos que adornaban el camino de entrada a la casa de mi padre. Nos subíamos en un par de ramas altas y comíamos las castañas que llevábamos en los bolsillos, nos las lanzábamos, jugábamos y siempre nos reíamos. A veces, convencía a Nadîm de que disparara bolitas con una pistola de juguete al perro del vecino. Nadîm al principio se negaba, pero si yo se lo pedía, se lo pedía de verdad, no era capaz de negarse. Nadîm jamás me negaba nada. Omar, el padre de Nadîm, siempre nos pillaba y se enfadaba, todo lo enfadado que puede estar alguien tan bueno como él. Nos hacía una seña para que bajáramos del árbol. Luego nos quitaba la pistolita y nos decía que el demonio también jugaba con pistolas.
            -Y nunca hay que hacer lo que el demonio hace- añadía luego, regañando a su hijo.
            -Sí, papá- contestaba Nadîm, mirándose los pies. Pero nunca dijo que lo de disparar bolitas al perro del vecino era idea mía.
            Los chopos  bordeaban el camino asfaltado que conducía hasta la puerta de hierro forjado que abría paso a la finca de mi padre. La casa estaba a la derecha. La huerta y el jardín estaban al fondo.
            En el jardín, estaba la vivienda de los criados. Allí vivía Nadîm y su padre. En los 20 años que viví en aquella casa, entre un par de veces en la casa de Nadîm y Omar.
            Fue en aquella vivienda donde Nadîm vio a su  madre por última vez. Mientras que mi madre murió en el mismo parto, a Nadîm le abandonó la suya a la semana de nacer.
* * *
En 1948, el año en que nació mi padre, Nicolás, dos hermanos jóvenes conducían al volante del Ford de su padre. Atiborrados de hachís y wishky, atropellaron a un matrimonio provocándoles la muerte. Los jóvenes y el huérfano fueron llevados por la policía ante mi abuelo, un venerado juez. Tras escuchar el relato de los, relativamente, arrepentidos, mi abuelo mandó que cumplieran cárcel durante un año. Por lo que concierne al huérfano, mi abuelo lo adoptó y se lo llevó a casa. Ese niño era Omar.
            Omar y Nicolás crecieron juntos, igual que Nadîm y yo una generación más tarde. Mi padre a veces nos contaba los enredos que hacían  él y Omar, y éste movía la cabeza y decía: «Pero diles, quién tenía las ideas y quién era el pobre obrero». Nicolás se echaba a reír y pasaba el brazo por encima de Omar.
            Sin embargo, en sus historias ninguna vez se refería a Omar como a un amigo.
            Lo llamativo es que yo tampoco pensé nunca en Nadîm como en un amigo. A pesar de haber aprendido a montar en bicicleta juntos o de haber construido juntos con dos latas y un hilo un teléfono casero. A pesar de haber estado veranos enteros jugando con barquitos juntos. A pesar de que, para mí, la cara de mi infancia sea la de Nadîm.
            Pese a todo ello. Porque la historia no es fácil de vencer. Ni la religión. De hecho, yo era español y él iraní, yo era cristiano y él musulmán, y eso nada podría cambiarlo.
            Pero habíamos crecido juntos, y eso tampoco podría cambiarlo ninguna historia, sociedad o religión. Y es que toda mi infancia me parece un largo y maravilloso día de verano en compañía de Nadîm jugando al pilla pilla, a la pelota, a las canicas...
* * *
Un día, cruzábamos la calle residencial que llevaba al parque en el que solíamos jugar cuando, de repente, Nadîm recibió una pedrada en la espalda. Al volvernos se me paró el corazón. Se acercaban Valarico y dos de sus amigos,  Hugo y Manuel.
            Valarico era hijo de un amigo de mi padre. Cualquier niño que viviera en el barrio conocía, con suerte no por experiencia propia, a Valarico y su famoso puño americano. Su bien ganada fama de salvaje le seguía allá por donde iba. Deambulaba por el barrio seguido por sus obedientes amigos, dispuestos a complacerle en cualquier momento. En una ocasión le vi usar ese puño contra un niño. Jamás se me borrará la imagen de los ojos de Valarico, brillantes de locura, ni su sonrisa mientras apaleaba al pobre niño hasta dejarlo inconsciente.
            De todos los niños del barrio que acosaban a Nadîm, Valarico era con diferencia el más despiadado.
            Y en ese momento era él, Valarico, quien se encaminaba hacia nosotros.
            -¡Buenos días, «maricón»!-exclamó Valarico.
            En seguida Nadîm se escondió detrás de mí al ver que se acercaban tres chicos mayores.   Se pararon delante de nosotros. Valarico cruzándose de brazos esbozo una especie de sonrisa cruel. No era la primera ocasión que pensaba que Valarico no estaba del todo cuerdo. Y también pensé en lo afortunado que era por tener a Nicolás de padre, el único motivo, creo, por el que Valarico se había contenido de molestarme.
            Apuntó con el dedo hacia Nadîm.
            -Hola, cretino -dijo- ¿Sabes que me gusta, y mucho? El orden. Las cosas colocadas en el lugar que le corresponde. Había una vez un líder. Un gran líder. Un hombre con visión. Franco.
            -Nicolás dice que Franco estaba loco, que mandó que mataran a muchos inocentes- me oí decir. Deseé no haber abierto la boca.
            -Veo que no quieren que sepas la verdad. Para eso tendrías que leer libros que no encontrarás en la biblioteca del colegio. Yo los tengo. Y me han abierto los ojos. Ahora tengo una nueva visión y voy a compartirla. España es la tierra de los españoles. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Nosotros somos los únicos que deberíamos estar en España, los españoles puros, no este musulmán de mierda de aquí. Su gente contamina nuestra tierra. Manchan nuestra sangre.-realizó un gesto con las manos como si lo barriera todo- España es de los españoles. Ésa es mi visión de las cosas.  -Valarico  me miró de nuevo a mí. - Ya es tarde para Franco -dijo-, pero no para nosotros.- Buscó algo en el bolsillo de sus pantalones.
            -Déjanos en paz- dije con la voz temblorosa-. Nosotros no te hemos molestado.
            -Oh, claro que me habéis molestado- y vi, con el corazón en un puño, lo que acababa de sacar del bolsillo. Su puño americano. Por supuesto-. Me molestáis mucho. De hecho tú me molestas más que este musulmán de aquí. ¿Cómo puedes hablarle, divertirte con él, dejar que te toque?- dijo, con un tono cada vez más desagradable-. ¿Cómo puedes ser su amigo?
            «Pero ¡si no soy su amigo!- dije nervioso-. ¡Es sólo mi criado!» ¿Eso pensaba realmente? Por supuesto que no.  Nadîm era para mí como un amigo, mejor incluso, más bien como un hermano. Pero entonces, ¿por qué cuando venían a visitarnos los amigos de Nicolás con sus hijos nunca jugaba Nadîm con nosotros? ¿Por qué jugaba yo con Nadîm únicamente cuando nadie más nos podía ver?
            Valarico se puso el puño americano y me lanzó una mirada de loco.
            -Tú eres parte del problema, Tomás. Si los idiotas como tu padre y tú no hubiesen cobijado a esta gente, estarían pudriéndose todos en el lugar al que pertenecen. Eres una desdicha para España.
            Observé sus ojos perturbados, dándome cuenta de que hablaba en serio. Iba a hacerme verdaderamente daño. Valarico levantó el puño y fue a por mí.
            Entonces presentí un acelerado movimiento detrás de mí. Por el rabillo del ojo vi a Nadîm agachándose y poniéndose de nuevo en pie. Los ojos de Valarico se dirigieron velozmente hacia Nadîm y se pusieron como platos. También Hugo y Manuel tenían ahora mirada de asombro cuando se dieron cuenta de lo que había pasado detrás de mí.
            Me volví y me encontré de frente con el tirachinas de Nadîm. Nadîm tenía la banda elástica tensada hacia atrás, y la tenía cargada con un piedra. Nadîm apuntaba a la cara de Valarico. Estaba temblando y el sudor le caía por la frente.
            -Márchate, por favor-dijo Nadîm intentando parecer tranquilo.
            Valarico silbó entre dientes:
            -No hagas nada de lo que te puedas arrepentir, musulmán sin madre.
            -Por favor, déjanos tranquilos- dijo Nadîm.
            Valarico sonrío.
            -¿No te das cuenta de que nosotros somos tres y vosotros dos?
            Nadîm no parecía asustado. Pero para mí, su cara era mi primer recuerdo y conocía perfectamente sus matices más tenues. Y sabía que tenía miedo. Mucho miedo.
            - Eso es verdad. Pero tal vez no te hayas fijado en que el que sujeta el tirachinas soy yo. Si te mueves lo más mínimo tendrás que llevar un parche en el ojo el resto de tu vida, porque estoy apuntándote directamente al ojo derecho.
            Valarico bajó el puño. Hugo y Manuel observaban fascinados aquél dialogo. Nadie antes había desafiado a Valarico. Y, lo peor de todo, quien se había atrevido era un escuálido musulmán. Valarico miraba a Nadîm, cuya mirada, debió de convencerle de la seriedad de las palabras que había pronunciado, ya que bajó el puño.
            -Debes saber una cosa, musulmán- dijo Valarico con grave-. Tengo mucha paciencia. Esto no tiene porqué acabar hoy, créeme.- Se volvió hacia mí-. Tampoco he terminado contigo, Tomás. Algún día te pillaré sólo.-Valarico dio un paso atrás-. Tu criado ha cometido hoy un grave error, Tomás- añadió.
            Pronto dieron media vuelta y se fueron. Los vi caminar y desaparecer detrás de un muro.
            Nadîm intentaba guardar el tirachinas en el bolsillo con las manos aún temblorosas. En la boca tenía dibujada lo que pretendía ser una sonrisa tranquilizadora. Necesitó cuatro intentos para guardar el tirachinas en el bolsillo. No dijimos mucho en el camino de vuelta a casa, aturdidos como estábamos, con miedo de que Valarico y sus amigos fueran a atacarnos en cada esquina. No lo hicieron, y eso tendría que habernos consolado. Pero no fue así. En absoluto.
* * *
A comienzos de agosto de 1988, estábamos Nadîm y yo en el jardín jugando a las chapas cuando Omar lo llamó para que entrara en casa.
            -¡Nadîm, Nicolás quiere hablar contigo!- Estaba en el umbral de la puerta de entrada.
            Hassan y yo intercambiamos una sonrisa. Habíamos estado esperando todo el día esa llamada: era el cumpleaños de Nadîm.
            -¿Qué es, papá, lo sabes? ¿Me lo dices?-le preguntó Nadîm , a quien le brillaban los ojos.
            Omar negó con la cabeza.
            -Nicolás no me lo ha dicho.
            -Venga, Omar, dínoslo-le insistí yo- ¿Son lápices para dibujar? ¿Tal vez una pelota nueva?
            Igual que Nadîm, Omar no era capaz de mentir. Siempre que llegaba el cumpleaños de Nadîm o el mío, fingía no saber lo que Nicolás nos había comprado. Y siempre sus ojos le traicionaban y conseguíamos averiguar qué era. Esa vez, en cambio, parecía no saber realmente qué regalo tenía preparado Nicolás para Nadîm.
            Mi padre nunca se olvidaba del cumpleaños de Nadîm. Al principio solía preguntarle a Nadîm qué quería, pero tuvo que dejar de hacerlo porque Nadîm era demasiado modesto para pedirle nada. Así que todos los veranos Nicolás escogía personalmente el regalo.
            Entramos  corriendo en casa. Una vez en el salón, nos encontramos a Nicolás, sentado en el sillón en compañía de un hombre bajito y con bigote.
            -Nadîm-dijo Nicolás sonriendo con timidez-, te presento a tu regalo de cumpleaños.
            Nadîm y yo nos mirábamos extrañados. No veíamos por ninguna parte ningún paquete envuelto con papel de regalo. Sólo estaban Omar, de pie detrás de nosotros, y Nicolás con aquel hombre bajito.
            El hombre con bigote sonrió y le extendió la mano a Nadîm.
            -Soy el doctor Moreno -dijo-. Encantado de conocerte.
            -Igualmente-dijo Nadîm un poco inseguro.
            Bajo educadamente la cabeza, aunque lo que quería realmente su mirada era buscar a su padre, aún detrás de él. Omar se acercó y puso las manos sobre los hombros de Nadîm.
            -He hecho venir al doctor Moreno de Barcelona. El doctor Moreno es cirujano plástico.
            Nadîm nació con los dedos meñique y anular de la mano izquierda unidos.
            -Bueno- dijo el doctor Moreno-, mi trabajo consiste en arreglar partes del cuerpo de las personas.
            -¡Oh!-exclamó Nadîm. Miró al doctor Moreno y luego a Nicolás y a Omar. Se acarició la mano izquierda-.¡Oh!-dijo otra vez.
            -Ya sé que no es el regalo que esperabas, pero te durará toda la vida -dijo Nicolás.
            -¡Oh!- dijo de nuevo Nadîm.
            -Feliz cumpleaños- dijo Nicolás, besando la cabeza de Nadîm.
            De repente, Omar tomó las manos de Nicolás y les dio un beso.
            Yo sonreía, como todos, aunque deseaba tener también algún defecto que despertase la simpatía  de Nicolás, quien siempre se mostraba poco afectivo. Era injusto. Nadîm no había hecho nada para ganarse  la simpatía de Nicolás; simplemente había nacido con esos estúpidos dedos unidos.
            La operación salió bien. Nadîm sonreía. Irónico. Fue ese verano en que Nadîm dejó de sonreír.
* * *
El primer día que salimos a jugar, una vez cicatrizados los dedos de Nadîm, hacía calor y se celebraba la yincana anual en el parque.
            Nadîm sabía lo importante que era para mí ese día. Era la oportunidad de demostrarle a Nicolás que era un gran deportista, y ganar , así, su cariño.
            Llegó la hora de la última prueba. Yo estaba muy contento pues había obtenido muy buenas puntuaciones, era el segundo en el ranking.
            Todas las pruebas eran individuales, excepto esta, en la que en parejas teníamos que correr cogidos de la mano y conseguir un balón que nos lanzaba el árbitro. En el momento de la prueba, Nadîm tomó mi mano y sonriendo me dijo: «Siempre estaré a tu lado».
            Comenzó la prueba. Corrimos hacía al balón todo lo que pudimos.
            -¡Casi lo tienes, Tomás!-exclamó Nadîm.
            Entonces llegó el momento. Cogí el balón del suelo y se lo entregué a Nadîm. Cerré los ojos. No necesité oír el coro de voces de la multitud para saberlo. Tampoco necesitaba verlo. Sabía que había ganado. Nadîm gritaba y me abrazó.
            -¡Bravo! ¡Bravo, Tomás!
            Entonces me encontré gritando. Todo era color y sonido, todo era maravilloso. Abrazaba a Nadîm. Los dos reíamos y llorábamos al mismo tiempo.
            -Ahora tengo que ir a hacer unas compras al mercado-dijo Nadîm- Lo celebraremos más tarde- añadió. Me besó en la cara y salió disparado.
            -¡Nadîm!-grité-. ¡Tráeme mi cámara de fotos! ¡No tardes!
            Estaba ya doblando la esquina del parque cuando se paró y se volvió. Entonces exclamó:
            -¡Por ti lo que haga falta!
            Luego sonrío y desapareció por detrás de los árboles. La siguiente ocasión en que lo vi sonreír tan descaradamente como esa vez fue trece años más tarde.
            Los vecinos me felicitaban. Les daba las manos y les decía gracias. Por todas partes aparecían  manos que me daban palmaditas en la espalda. Yo devolvía las sonrisas, pero pensaba en Nadîm.            
            Finalmente la gente se fue dispersando. Partí corriendo al mercado. Cuando llegué y eche un vistazo, no vi a Nadîm.
            Me precipité de nuevo a la calle. Seis calles más al oeste de la nuestra vi a Raúl, un anciano amigo de mi padre.
            -He oído que has ganado, Tomás- dijo-. Enhorabuena.
            -Gracias. ¿Has visto a Nadîm?
            -¿Tu criado?- Asentí con la cabeza-. Ha pasado hace un rato corriendo hacia el ayuntamiento. Seguramente a estas alturas ya lo habrán pillado- comentó el anciano.
            -¿Quiénes?
            -Los otros chicos. Los que le perseguían.-Alzó la vista -. Ahora vete corriendo, tengo que irme a cenar.
            Pero yo ya corría dando trompicones calle abajo.
            «Siempre estaré a tu lado», me había dicho. El bueno de Nadîm. El bueno y fiel Nadîm.
            Empezaba a preocuparme la idea de que anocheciera antes de encontrar a Nadîm, cuando escuché gritos. Había llegado a una calle retirada. Continué hasta dar con un callejón y seguí las voces, cada vez más fuertes. Aguante la respiración y asome la cabeza por la esquina para mirar.
            Nadîm estaba en la parte sin salida del callejón y tenía una postura de pelea: los puños apretados y las piernas levemente separadas. Detrás suya, sobre unos ladrillos rotos, estaba la cámara de fotos.
            Bloqueando la salida del callejón estaba tres chicos, aquellos de los que nos salvó Nadîm con el tirachinas aquél día en el parque. Valarico estaba en el medio. Sentí que el cuerpo se me oprimía y como un escalofrío recorría mi espalda.
            -¿Dónde tienes el tirachinas, musulmán?- le preguntó Valarico, jugueteando con el puño americano- Fue fácil amenazarme estando armado, ¿verdad? Pero vas a tener suerte. Hoy estoy generoso. Me siento con ganas de perdonar. Perdonado. Ya está. -Bajó un poco el tono de voz-Pero, como ya sabes, en este mundo nada es gratis, y mi perdón tiene un pequeño precio que pagar. Y tienes suerte porque sólo voy a costarte esa cámara de fotos.
            Desde mi posición se veía como el miedo se extendía en los ojos de Nadîm, pero, aún así, movió la cabeza negativamente.
            -Esta cámara se la regaló a Tomás su abuelo. Esta cámara es suya.
            -Un criado fiel. Fiel como un perro-dijo Valarico-.Antes de sacrificarte por él, párate a pensar: ¿él haría lo mismo por ti? ¿Sabes por qué nunca juegas con él cuando tiene invitados? ¿Por qué sólo juega contigo cuando no hay nadie más? Te diré por qué. Porque para él no eres más que un criado. Algo con lo que jugar cuando se aburre, algo a lo que darle una patada cuando se enfada. Te engañas si piensas que eres algo más.
            -Tomás y yo somos amigos- replicó Nadîm, que estaba agitado.
            -¿Eso crees? -dijo Valarico, riendo- ¡Eres un triste idiota! Algún día abrirás los ojos de tu sueño y comprobarás lo buen amigo que es. ¡Bueno, ya vale! Danos esa cámara- Nadîm se inclinó y cogió una piedra. Valarico se apartó-. Tu lo has querido.
            Yo abrí la boca y casi dije algo. Casi. El resto de mi vida habría sido de otra manera si lo hubiera dicho. Pero no fue así. Tan sólo observé. Paralizado.
            Valarico hizo un gesto con la mano y sus dos amigos y él atraparon a Nadîm.  Entonces Nadîm le lanzó la piedra, dándole en la frente. Valarico gritando se abalanzó sobre Nadîm y lo tiró al suelo.
            Yo me mordí un puño y cerré los ojos llorando.
            El callejón estaba lleno de escombros y desperdicios. Una silla de ruedas, cristales de botellas rotas, revistas amarillentas, cajones rotos. Entre todos esos desperdicios había una cosa que yo no podía dejar de mirar: los pantalones de Nadîm tirados sobre un montón de escombros.
            Hugo y Manuel sujetaban a Nadîm. Valarico se arrodilló detrás de Nadîm y con las manos en las caderas de su víctima, levantó sus nalgas desnudas. Se bajó los pantalones y luego los calzoncillos y se puso justamente detrás de Nadîm. Éste se limitó a mover ligeramente la cabeza. Pude verle la cara de refilón. Vi su resignación.
            Aparté la mirada y me fui alejando del callejón. Sentí algo caliente resbalando por mis muñecas. Era la sangre por haberme mordido con tanta fuerza el puño. También sentí mis lágrimas correr por la cara. Aún escuchaba los gruñidos jadeantes de Valarico.
            Era mi última oportunidad para cambiar mi destino, para elegir quién iba a ser yo. Podía entrar en ese callejón, defender a Nadîm como tantas veces lo había hecho el por mí y aceptar lo que me pudiera suceder. O podía salir corriendo.
            Finalmente corrí.
***
Invierno de 2001
De pie en el salón, observo la foto de Nadîm, mi mejor amigo de la infancia. En la foto sonríe y tiene once años. Yo aparte de eso veo algo más. Mi pasado de pecados no borrados. Vuelve a hacerse el nudo en mi estómago. Salgo a dar un paseo por el parque.  El sol destella en el agua, donde dos barcos diminutos navegan empujados por la brisa. Flotan el uno junto al otro. De repente, la voz de Nadîm me susurra al oído: «Siempre estaré a tu lado». Me siento en un banco del parque y pienso en Nadîm. En Omar. En la vida que había vivido antes de que llegara el verano del 1988 y lo cambiara todo. Y me convirtiera en lo que soy.