Las padres son y
siempre serán sabios consejeros. A lo largo de mi vida me he visto involucrado
en situaciones para las cuales siempre mi padre ha tenido un buen consejo.
A los diez años me preocupaba el hecho de pedalear en una
bicicleta de niña. Yo deseaba tener la famosa BH, la bicicleta de montaña que
llevaban todos los niños. Obviamente no todos la tenían, pero mi mente infantil
no se fijaba en aquellos que, como yo, usaban la ex-bici de su hermana o, peor
aún, ni tenían. Pues, en una de las ocasiones en que me quejaba de mi "gran
desgracia", mi padre mencionó una frase que, en aquel momento, no me
llevó más que a manifestar un gesto de
indiferencia. Dos linajes solos hay en el
mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener, me dijo. Años
después, cuando dejó de importarme sólo mi propio ombligo, entendí
perfectamente la veracidad de aquella sentencia de mi bisabuela.
Cuando cumplí los dieciocho mi mayor afán era estudiar
farmacia, así que me matriculé en la universidad. Las clases eran interesantes,
pero no puedo negar que me costaba entender ciertas asignaturas. Pero no me
rendía y todos los días en el salón de mi casa, mientras mi padre leía sentado
en el sillón, yo estudiaba. No obstante, había una asignatura, fisicoquímica,
que me tenía desesperado: no comprendía nada (o al menos eso creía). Es por
esto que un día cansado de esforzarme sin conseguir nada me vine abajo y lleno de rabia dije: ¡No sirvo para esto!.
Mi padre, desde el sillón, me echó una de
esas miradas que se reservan para los idiotas de cuarta categoría, y es que
él sabe perfectamente que con el esfuerzo todo se consigue y que yo valía para
ser farmacéutico. Se levantó, me abrazó con ternura y me dijo: a través del sufrimiento se alcanza el conocimiento. Como años atrás,
sumido en mi "desgracia", sólo emití un bufido. Finalmente, el paso
del tiempo le dio la razón a mi padre: con esfuerzo conseguí llegar a ser
farmacéutico.
Actualmente, comparto piso con un licenciado en bellas
artes. Al principio pensé que sería divertido, que podríamos llevarnos bien,
pero me equivoqué. Tomás, así se llama mi compañero de piso, es descuidado,
vago, no colabora... Lo cierto es que llevamos sólo un mes compartiendo piso y
ya no aguanto más. Casualmente, el otro día mi padre llamó para ver qué tal me
iba, y cuando le comenté la situación volvió a sorprenderme con uno de sus
dictámenes: lo difícil no es vivir
con las personas, lo difícil es comprenderlas, dijo. Esta vez, no
tuvo que discurrir tiempo para darme cuenta de que mi padre estaba en lo
cierto, y es que, nunca llegué a comprender por qué Tomás actuaba así.