Cuando entro en la peluquería de mi padre en una hora punta, no hay sillón que esté vacío. Florentino me tira, cómo no, de la oreja al pasar. Yo creo que debe de pasarse la vida en el salón, Florentino, le gusta supongo el ambiente, el parloteo… Lógico, es viejo y viudo, y en su pisito de la calle León Felipe, un tercer piso, se aburre y se lo pasa mal, así que se baja a la calle y se pasa la tarde con los demás caballeros, siempre en el mismo asiento. Cuando se van todos los clientes, él se levanta y se acomoda en el sillón: “La barba” dice.
Le afeita papá. Calculo que aquello no dura más de cuarenta y cinco segundos.
Bruno, mi hermano mayor, se ocupa de uno alto con el pelo rizado, suda tinta para conseguir un corte americano.
Mientras tanto, me deslizo hasta la calle y desde ahí, veo venir a mi tío, que desde hace dos días no se habla con mi padre, que entra en la peluquería. Me quedo pegada al escaparate.
Bruno sacude el polvo del cuello del caballero del pelo rizado, y éste se levanta del sillón y se dirige a la caja. Yo sigo los acontecimientos ahora detrás de la caja registradora.
Mi padre se vuelve hacia su hermano.
-Por favor, Valentín.
Mi tío Valentín se levanta y se sienta en el sillón. Se mira en el espejo como si su rostro fuera un objeto sin interés.
-¿Bien corto?
-Sí, la raya a la derecha, por favor.
Es mi hermano el que rompe el hielo mientras rocía con loción los cabellos de su cliente.
-Qué lata la crisis, ¿verdad tío?
Mi tío da un respingo. No se imaginaba que sería su sobrino el que terciaría el asunto.
-Sí, una lata…
Se lían a hablar, los demás meten baza, parece que el ambiente se pone afable.
Las tijeras no descansan, le llega el turno a la maquinilla. Papá da los últimos retoques en las sienes y muestra el resultado ante el espejo.
Mi tío sonríe orgulloso.
-Muy bien, gracias.
PD: Esta historia no está relacionada con mi personaje.